por Daniel Amorín Suelo decir que mi vida cambió para siempre la noche en que se apagaron las luces de la vieja sala Estudio 1 en Camacuá, irrumpió la Muerte al amanecer en la playa, y extendió su manto negro hacia el caballero medioeval de pie junto a una inconclusa partida de ajedrez. Fue el principio de una larga lista de descubrimientos, felicidad y maravilla. De películas, de directores, de actores y actrices, de cinematografías, de épocas, de corrientes. Es increíble pensar que (casi) todo eso se lo debo -se lo debemos- a un solo hombre: Manuel Martínez Carril. Para toda una generación es mítico el recuerdo de aquellas colas interminables, que daban vueltas dos esquinas, ante Centrocine, para ver el ciclo de cine español producido en su democracia naciente, y exhibido aquí en nuestra dictadura agonizante. Para otros tantos es imborrable el recuerdo de aquel festival de cine de 1986, en el que el jurado oficial premió a “Ran” de Kurosawa, al tiempo que el púb...