por Adriana Nartallo
Después de mis Viejos, buena parte
de cómo soy -de mi pasión y mi desgracia, al decir de Onetti- se la debo a
Manuel Martínez Carril, a Manolo.
Aún conservo un Cuaderno del Cine
Club del Uruguay, fechado en octubre de 1965 -un año antes de que yo naciera-
donde se hablaba de cine, y que yo revisaba una y otra vez, y siempre me
detenía -maravillada- ante los fotogramas elegidos por un tal M. Martínez
Carril para ilustrar su nota “Ingmars Ansikte” sobre el cineasta que mis padres
ya mencionaban como el más grande.
Cuando migramos a la capital,
devoraba cada hoja mimeografiada con el comentario de una película, cada
boletín, hasta que un día, en uno de ellos leí un anuncio que cambiaría mi vida:
“Curso de cine para niños y adolescentes”.
Era el año 82. Y yo, que tenía un
fácil “no sé”, ese día dije: quiero hacer cine.
Manolo era un tipo hosco,
seguramente tímido -aún más con los párvulos- y no olvido el día de su fría
reacción en la puerta de Carnelli cuando ganamos el premio en Huelva por “Con
la ventana cerrada”; recuerdo con precisión mi sentimiento: Manolo nos estaba
dando una lección, no había que creérsela, no teníamos que descansarnos y había
que seguir trabajando duro.
Cuando realicé mi primer
cortometraje autoral, por así decirlo, quise compartirlo con Manuel, conocer su
opinión, y me sorprendió no por sus claras observaciones, sino por su calidez;
y en 2005, en un Festival de Invierno como el que se está desarrollando, tuvimos
el honor de presentar nuestro primer largometraje documental en Cinemateca, con
Manolo abriendo la presentación.
Cuando “Vientos de octubre” y otros
documentales uruguayos y latinoamericanos terminaron de exhibirse en el
Festival de invierno, nos quedábamos todos indefectiblemente sin sala. Y su
permanencia en cartel la inventó Manolo cuando, junto con otro gran impulsor
como Antonio Dabezies, crearon un espacio de difusión del cine documental en el
Espacio Guambia. Seguramente esa permanencia en el tiempo fue de gran ayuda para
más adelante acceder al Complejo Plaza y que “Vientos de octubre” tuviese una
exhibición comercial.
La imagen que me queda de Manolo
es la del hiperactivo, fumando un cigarro tras otro, yendo y viniendo de una
sala a otra por los túneles subterráneos que, según la vieja revista El Dedo,
interconectaban las salas…
Manolo ya no estará para cuando -antes
que nos lleve el viento- podamos estar exhibiendo en Cinemateca nuestro primer
largo de ficción; tampoco estará para cuando algún día hagamos una
retrospectiva de nuestros trabajos, y ese día será muy dolorosa la ausencia.
Pero de Manolo aprendí a no bajar la guardia, a pelear cuando un sueño se
persigue, y a concretarlo.
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