El pasado primero de marzo murió Alain Resnais.
Decir que fue uno de los principales representantes de la
Nouvelle Vague es tan sólo un dato geográfico e histórico –francés que inicia
su carrera de cineasta a fines de los ’50– pero que aporta muy poco acerca de
todo lo que Resnais importa en la historia del cine mundial.
No hay corriente artística que no suponga un corsé. Resnais
nunca fue un fiel representante de la nouvelle vague, porque de serlo, hubiese
claudicado de la única fidelidad que conocen los espíritus libres como el suyo:
la libertad.
Es el autor de obras maestras como Hiroshima mon amour, El
año pasado en Marienbad, Muriel, La guerra ha terminado, Stavisky, Providence
(¿acaso su culminación?) y Mi tío de América, por citar sólo siete maravillas
que es lo que se acostumbra.
Pero sobre todo, Resnais es el autor de una mirada única,
personal, que decidió penetrar en un terreno al que ningún otro cineasta se
atrevió: los misterios de la memoria. Y lo hizo no sólo en la elección de sus
temas, sino sobre todo en una experimentación radical de las
formas narrativas,
fundamentalmente en la que lo es en el cine por antonomasia: el montaje.
En poco más de cien años el cine nos ha regalado decenas de
maestros autorales sin los cuales nuestra vida sería mucho más pobre de lo que
es. Pero sólo unos pocos entre ellos son imprescindibles para la propia evolución
del arte cinematográfico en sí, de su gramática, de su lenguaje. Es en esa
exclusivísima lista en la que Alain Resnais tiene un sitio de privilegio.
A quienes seguimos habitando el mundo de los vivos, nos
queda la inmensurable fortuna de poder seguirlo viendo y descubriendo.
Desde el 15 al 26 de marzo Cinemateca Uruguaya realiza su homenaje con una muestra retrospectiva del maestro.
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