“Era
alegre la tarde
y alegre era la risa.
Todo era alegre y bueno
y arriba estaba el cielo.
Oscuro a veces, pálido a veces,
ausente a veces, estaba el cielo.
Mas era azul y blanco y bueno.
Y era el cielo”.
Todo era alegre y bueno
y arriba estaba el cielo.
Oscuro a veces, pálido a veces,
ausente a veces, estaba el cielo.
Mas era azul y blanco y bueno.
Y era el cielo”.
Apenas
conocimos la noticia recordamos a Líber Falco, porque Juan Carlos no sólo era
uno de esos imprescindibles que casi no quedan -un tipo entrañable, encantador-
sino y por sobre todas las cosas porque era un hombre, “en el mejor sentido de
la palabra”, bueno.
Juan Carlos Rodríguez Castro (foto de Guía 50) |
La
primera vez que supimos de él fue cuando a fines de la dictadura Cinemateca Uruguaya
produjo “Mataron a Venancio Flores” bajo su dirección. Y aquello fue para
nosotros la demostración no sólo de que se podía hacer cine en Uruguay, sino de
que se podía emprender un camino hacia una cinematografía nacional con lenguaje
propio.
Años más
tarde y por razones bastante lamentables -el robo de un guión y un juicio- tuvimos
la oportunidad de conocerlo personalmente. Porque fue tras el juicio penal, y a
partir de la lectura de los guiones que como perito tuvo que hacer, que
iniciamos una muy afectuosa relación.
“Maravillan las coincidencias, única magia de la vida
real que nos permitimos los ateos incurables”, nos escribió un día Juan
Carlos.
Agudo y lúcido en sus reflexiones, de espíritu crítico y
siempre revitalizada esperanza, jugó un rol fundamental en la presentación de
nuestro primer largometraje documental “Vientos de octubre”. Y lo hizo
“discutiendo siempre, siempre, como dijo el gordo Troilo”, según sus propias
palabras en otra de sus cartas.
Ahora hacía tiempo que no nos veíamos -en una de las
habituales y mutuas desapariciones entre nosotros- pero cada tanto un mail, una
noticia, nos recordaban innecesariamente que allí seguíamos, él y nosotros, en
la misma trinchera, experimentando las mismas maravillosas coincidencias.
Será duro saber que ya no podremos reencontrarnos con su
sonrisa invicta y su opinión cruda y sincera. Aunque viva para siempre en
nuestra memoria.
Ojalá también el medio cultural uruguayo, tan mezquino a
veces, se preocupe por mantener viva su memoria.
Porque aunque Juan Carlos Rodríguez Castro no deje una obra
brillante y fecunda que lo distinga como faro de la cultura de este país, sí
nos deja, a quienes tuvimos la fortuna de conocerlo, una luminosa y precisa
definición de que el compromiso con la cultura sólo es posible desde una ética intransigente.
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