Queremos compartir con ustedes un lapso de felicidad.
Quienes nos conocen saben que no somos afectos a usar esta palabra. Aquellos que suelen abusar de la palabra felicidad, lo hacen para referirse a una suerte de estado emocional al que puede arribarse para permanecer en él. Nosotros creemos en cambio que la felicidad es un milagro que sólo ocurre en forma inesperada, que no resulta de ningún plan ni de método alguno, y que suele tener muy corta duración.
Un refrán lo dice de manera simple y eficaz, aunque engañosa: lo bueno, si breve, dos veces bueno. Engañosa porque nadie cree que sea cierto que es mejor que lo bueno sea breve, sino porque sabemos que debemos conformarnos con dicha brevedad.
Nuestra felicidad se debe a dos hechos distintos y casi consecutivos.
En el reciente Festival Internacional de Cine de Cinemateca Uruguaya, tuvimos la dicha de ver los dos documentales sobre el mayor maestro del cine, Ingmar Bergman, el documental de Panahi y Mirtahmasb “Esto no es una película”, y sobre todo la obra maestra “El caballo de Turín” de Béla Tarr.
Y pocos días atrás vimos y oímos al gigante Paul Mc Cartney.
Vivimos tiempos decadentes. Consumimos a diario toneladas de basura audiovisual, musical, literaria y visual, que los mercaderes nos ofrecen con el rótulo de arte. Y la consumimos con un grado de adormecimiento digno de Orwell 1984.
Nos hemos acostumbrado tanto a no utilizar los dientes ni el aparato digestivo que, literalmente, ingerimos y excretamos a la vez, sin siquiera darnos cuenta.
En ese contexto cotidiano, al que algunos resistimos con mayor o menor éxito, resulta removedor ver dos breves documentales sobre Bergman que nos recuerdan que el cine puede ser una expresión artística que explore al hombre en su más austera desnudez; o ver un documental que nos muestra al acaso más talentoso realizador iraní, Jafar Panahi, que enfrenta en su país una condena de prisión domiciliaria y de prohibición de realizar películas, a través de una película que desde el título declara obligatoriamente no serlo, y que no es el alegato libertario que podría esperarse sino una muestra elevadísima de inteligencia, sensibilidad, talento, enorme sentido del humor y –sobre todo– una muy buena película a pesar de ser realizada en condiciones más que extremas. Y aún más removedor resulta en estos tiempos que corren descubrir, gracias a Cinemateca –como siempre, como desde nuestra juventud– al realizador húngaro Béla Tarr, maestro del cual no teníamos noticias -ahora nos enteramos que se habían estrenado algunas de sus películas en 2010, en el espacio alternativo de Dodecá, con muy poca difusión- y que es autor de nueve películas, la última de las cuales es la que precisamente pudimos ahora conocer. “El caballo de Turín” es una película de un poderío dramático y visual infrecuente, de digestión lenta, de un rigor absoluto en su concepción y ejecución, que retrata una situación de pobreza extrema con -a la vez- un vuelo poético y una crudeza desgarradora, como quizá no hayamos experimentado jamás en una sala de cine.
Y en el terreno de la música, tuvimos el inesperado placer de presenciar al más grande músico de rock vivo. Es irrelevante comentar lo que ya se ha relatado al respecto de manera abundante en estos días. Pero sí queremos mencionar un aspecto tal vez no del todo destacado. Escuchar de golpe, una tras otra y en vivo, treinta y siete excelentes canciones, veinticinco de ellas de los Beatles, nos hace de pronto recordar que hubo un tiempo en que el rock fue un arte, un tiempo donde las mejores bandas de rock de los ’60 y ’70 tenían compositores, verdaderos autores de música preocupados por la sonoridad, la composición, la armonía, y no solamente por presentar espectáculos efectistas y melodías simples y repetitivas que nos ayuden a adormecernos en nuestra confortable y aburrida vida.
Ese es precisamente el denominador común de estas experiencias de carácter cinematográfico y musical. La presencia de creadores, verdaderos creadores preocupados por comunicarse con sensibilidad y rigor artístico con el oyente o el espectador. Algo que, lamentablemente, se ha vuelto poco común.
Disfrutar esas experiencias, nos hizo no sólo recordar que siempre, siempre, hay trincheras en todos los rincones del mundo, sino que también nos ayuda a reafirmarnos en nuestra propia y humilde trinchera.
Y ese momento que nos recuerda que nunca estamos solos, y que a veces de puro distraídos lo olvidamos, ese momento de placer y lucidez, es un lapso de felicidad.
“El caballo de Turín” puede bajarse por internet. La descomunal obra discográfica de Los Beatles puede obtenerse con enorme facilidad. Con idéntica facilidad pueden conseguirse libros y tantos objetos de arte que nos recuerdan por qué y para qué habitamos este “planeta de infortunios”, como un día escribió Gabriel García Márquez.
Nuestra siesta es el mayor logro de quienes ordenan en este mundo. Pongan a sonar el despertador de “Time”, de Pink Floyd.
Quienes nos conocen saben que no somos afectos a usar esta palabra. Aquellos que suelen abusar de la palabra felicidad, lo hacen para referirse a una suerte de estado emocional al que puede arribarse para permanecer en él. Nosotros creemos en cambio que la felicidad es un milagro que sólo ocurre en forma inesperada, que no resulta de ningún plan ni de método alguno, y que suele tener muy corta duración.
Un refrán lo dice de manera simple y eficaz, aunque engañosa: lo bueno, si breve, dos veces bueno. Engañosa porque nadie cree que sea cierto que es mejor que lo bueno sea breve, sino porque sabemos que debemos conformarnos con dicha brevedad.
Nuestra felicidad se debe a dos hechos distintos y casi consecutivos.
En el reciente Festival Internacional de Cine de Cinemateca Uruguaya, tuvimos la dicha de ver los dos documentales sobre el mayor maestro del cine, Ingmar Bergman, el documental de Panahi y Mirtahmasb “Esto no es una película”, y sobre todo la obra maestra “El caballo de Turín” de Béla Tarr.
Y pocos días atrás vimos y oímos al gigante Paul Mc Cartney.
Bibi Anderson y Liv Ullman en "Persona" de Ingmar Bergman ( Suecia, 1968) |
Nos hemos acostumbrado tanto a no utilizar los dientes ni el aparato digestivo que, literalmente, ingerimos y excretamos a la vez, sin siquiera darnos cuenta.
En ese contexto cotidiano, al que algunos resistimos con mayor o menor éxito, resulta removedor ver dos breves documentales sobre Bergman que nos recuerdan que el cine puede ser una expresión artística que explore al hombre en su más austera desnudez; o ver un documental que nos muestra al acaso más talentoso realizador iraní, Jafar Panahi, que enfrenta en su país una condena de prisión domiciliaria y de prohibición de realizar películas, a través de una película que desde el título declara obligatoriamente no serlo, y que no es el alegato libertario que podría esperarse sino una muestra elevadísima de inteligencia, sensibilidad, talento, enorme sentido del humor y –sobre todo– una muy buena película a pesar de ser realizada en condiciones más que extremas. Y aún más removedor resulta en estos tiempos que corren descubrir, gracias a Cinemateca –como siempre, como desde nuestra juventud– al realizador húngaro Béla Tarr, maestro del cual no teníamos noticias -ahora nos enteramos que se habían estrenado algunas de sus películas en 2010, en el espacio alternativo de Dodecá, con muy poca difusión- y que es autor de nueve películas, la última de las cuales es la que precisamente pudimos ahora conocer. “El caballo de Turín” es una película de un poderío dramático y visual infrecuente, de digestión lenta, de un rigor absoluto en su concepción y ejecución, que retrata una situación de pobreza extrema con -a la vez- un vuelo poético y una crudeza desgarradora, como quizá no hayamos experimentado jamás en una sala de cine.
Jafar Panahi en "Esto no es una película" (Irán, 2010) |
Ese es precisamente el denominador común de estas experiencias de carácter cinematográfico y musical. La presencia de creadores, verdaderos creadores preocupados por comunicarse con sensibilidad y rigor artístico con el oyente o el espectador. Algo que, lamentablemente, se ha vuelto poco común.
Disfrutar esas experiencias, nos hizo no sólo recordar que siempre, siempre, hay trincheras en todos los rincones del mundo, sino que también nos ayuda a reafirmarnos en nuestra propia y humilde trinchera.
Y ese momento que nos recuerda que nunca estamos solos, y que a veces de puro distraídos lo olvidamos, ese momento de placer y lucidez, es un lapso de felicidad.
"El caballo de Turín" de Bela Tarr (Hungría, 2010) |
Nuestra siesta es el mayor logro de quienes ordenan en este mundo. Pongan a sonar el despertador de “Time”, de Pink Floyd.
"You never give me your money" (disco Abbey Road, 1969) en versión cuasi desconocida.
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