por Daniel Amorín
Durante décadas las películas que hemos visto
han sido casi exclusivamente películas de ficción; esto es, películas en las
que se cuenta una historia a partir de un guión y mediante actores que dan vida
a sus personajes.
Aún hoy, “ver una película” es, en lo
concreto, ver una película de ficción. Si vemos un dibujo animado o un
documental o incluso una ficción pero breve (cortometraje), no decimos que
vemos una película, sino que la nombramos de acuerdo a su género o su duración.
Tan así es la influencia que ha tenido en
nuestras costumbres el rey de los géneros del cine.
En los últimos años, sin embargo, digamos
veinte años, el género documental ha ganado y gana cada vez más terreno.
Treinta años atrás, ningún cine exhibía
documentales. Y en la televisión los documentales eran prácticamente sinónimo
de películas de bichos: National
Geographic, Jacques Cousteau, etc.
Sin embargo, el documental existe desde los
inicios del cine, incluso antes que la ficción.
Las primeras películas de la
historia fueron registros documentales de obreros saliendo de las fábricas,
mujeres tejiendo, etcétera. Pero apenas Meliès se puso a contar historias
fabulosas quedó claro el triunfo inminente de la ficción.
A lo largo del siglo XX han habido grandes
documentalistas, la mayoría de ellos conscientes de que, para que sus
materiales fuesen interesantes para espectadores acostumbrados a la ficción,
era necesario seducirlos mediante relatos interesantes. Uno de los más
destacados del período mudo fue Robert Flaherty, quien construyó sus
narraciones con gran sentido dramático, a partir de filmaciones muy cuidadas y
un montaje inteligente y sensible. Es que al fin y al cabo, sea ficción,
documental o animación, de eso se trata todo, de contar una buena historia.
Esos grandes documentalistas que contribuyeron
no sólo al género sino a la historia del cine y fundamentalmente a la
sensibilización y formación de públicos de todo el mundo, se caracterizaron por
la fidelidad a un axioma no escrito que reza así: jamás recrees nada.
Recrear, poner a un personaje real a representar
su propia vida ante la cámara como si se tratara de un actor profesional que da
vida a un personaje ficticio, significa, para el auténtico documentalista, de
ayer y de hoy, cruzar la raya, cambiar de género.
No se trata de un corsé mental sino de un
concepto más profundo.
Al contrario que cuando se hace una película
de ficción sobre una historia original, en la que el único compromiso del autor
es consigo mismo, el género documental exige al autor la toma de decisiones que
involucran a la ética en forma determinante. Documentar un hecho, una
situación, o la actividad de una persona, significa filmar la realidad,
abordarla con la mayor veracidad posible. Y para ello el documentalista se auto
impone un conjunto de restricciones que pueden abreviarse en una fundamental:
no incidir en los hechos ni en las situaciones ni en las personas que filmamos.
Por supuesto, salvo en los casos de cámaras ocultas, la mera presencia del
equipo de filmación supone una intervención. Pero el documentalista consciente
de ello, intenta que esa intervención se reduzca a la mínima expresión. Y, en
muchos casos, pone en evidencia ante cámara su propia intervención,
precisamente para que su material sea veraz.
Vale la pena aclarar que siempre hablamos de veracidad y de compromiso con la realidad; no de objetividad, vocablo vacío de contenido. La objetividad como tal no
existe. Un documentalista, como cualquier otro narrador, tiene sobre su
material un punto de vista propio, personal, y toma un conjunto de decisiones
durante el rodaje y sobre todo en la fértil etapa de montaje, que hacen que lo
que haya documentado se presente de acuerdo a su modo de ver la realidad. Su
ética lo lleva a preocuparse por no
manipular la realidad, pero no a ocultar su modo de ver el mundo. Si
intentara hacerlo no sólo fracasaría porque es imposible, sino que el resultado
que obtendría sería híbrido, fútil y anodino.
Pero como decía antes, en los últimos años el
documental se ha puesto de moda. Siempre existen una multiplicidad de factores
para todo, pero creo yo que el factor determinante ha sido la irrupción de la
televisión por abonados, con sus centenares de canales, necesitados de llenar
una desmedida cantidad de horas de programación. No hay ninguna industria capaz
de producir tantas películas y series de ficción como sería deseable, entonces
hay que llenar programación con documentales que se realizan con menos dinero y
menos tiempo de producción. Y por ello es que ahora, en canales que
tradicionalmente emitían exclusivamente películas de ficción, vemos también películas
documentales.
Lo cual no tendría nada de malo, por cierto,
si no fuera porque quienes dominan la industria son, como sabemos, gente que
sólo sabe de dinero, y los conceptos de arte o ética les son por completo indiferentes.
Estos hombres de negocio, entonces, conocedores del gusto del público por la
ficción, no conciben el documental como lo he descrito antes. Y así, tal como
el Dr. Frankenstein, han hecho nacer el terrible engendro: el docudrama.
Si alguno de mis lectores no sabe de lo que
hablo, le recomiendo encender ya mismo History Channel, para admirar un ejemplo
cualquiera de esta aberración que recrea a su antojo hechos del pasado, resucita
muertos ilustres, transforma mitos en fantasmas vivientes, y una larga lista de
ocurrencias fenomenales que representan exactamente lo opuesto al documental.
Como ya dije, estos engendros existen desde
hace décadas, pero ahora, ante la moda
del documental, aparecen no sólo en History Channel, sino también en cines,
internet, y hasta en festivales de… ¡documentales! Y ya hay una generación de
realizadores que procrean este tipo de criaturas convencidos de ser
documentalistas. Y, por supuesto, hay periodistas “especializados” que hablan o
escriben acerca de estos adefesios o hasta de ficciones puras que simplemente
narran la vida de una personalidad del pasado como se ha hecho tantas veces a
lo largo de la historia del cine, y las denominan “documentales”.
Pero lo peor no es eso. Lo peor es que el
espectador consume estos engendros como si fueran reales (piensan, “son
documentales, no ficción”, o sea, son “reales, no de mentira”). Y dentro de muy
poco, pero de veras muy poco -y no se trata de ninguna profecía apocalíptica-
veremos “documentales” que nos contarán que los nazis fueron derrotados
exclusivamente por EEUU e Inglaterra, o que la bomba atómica en Hiroshima la
lanzó un comando árabe (y la de Nagasaki no se la atribuirán a nadie porque ya
nadie recordará que alguna vez se lanzó una bomba atómica allí).
Como dije antes, el engendro fue creado hace
mucho. Pero ahora anda suelto y casi nadie lo reconoce como tal, porque le
cambiaron de nombre. Así que a quienes todavía no hayan sido irremediablemente
asimilados: ¡alerta!
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